jueves, 13 de marzo de 2014

El frío penetra en el alma lento y escrupuloso. Sacia su hambre a medida que avanza. Minucioso, no escatima en tiempo. Mejor así, más largo, más doloroso. Y aunque pausado y quizás desapercibido al comienzo, jamás cesa. Busca y se adentra en los recovecos más profundos de su presa. Los más vulnerables. Sin compasión, sin miramiento. Se sorprenderían de su capacidad para helar el más cálido de los corazones. Gritarían incrédulos si fueran conscientes de tal fuerza. “-¡Locuras!” clamarían acusando de exageración a los que lo hemos presenciado. Y yo me compadecería. De ustedes y del frío. De vuestra soledad y del vacío. Pero por dentro, bajito, que si no, no podría oír el silbido del viento. Ese que viene cargado con nostalgia y besos. Que acoge a quienes hemos sentido la nada en nuestro interior. A aquellos a los que el frío no nos mató, nos ensalzó. Nos llevó a la miseria más ínfima, nos tocó el espíritu y nos hizo comprender. Y es que hay días que aún encuentro un recóndito en mí que anhela sentir calor, que duele y no miente. Creo que siempre quedarán. Es imposible desprenderse de algo tan íntimamente ligado a uno mismo. Algo, que al fin y al cabo, forma parte de nuestra más pura esencia. De nuestra insólita y ansiada verdad.

Silencio.
Oscuridad.
Frío.



Y plenitud.