El frío penetra en el alma lento y escrupuloso. Sacia su
hambre a medida que avanza. Minucioso, no escatima en tiempo. Mejor así, más
largo, más doloroso. Y aunque pausado y quizás desapercibido al comienzo, jamás
cesa. Busca y se adentra en los recovecos más profundos de su presa. Los más
vulnerables. Sin compasión, sin miramiento. Se sorprenderían de su capacidad
para helar el más cálido de los corazones. Gritarían incrédulos si fueran
conscientes de tal fuerza. “-¡Locuras!”
clamarían acusando de exageración a los que lo hemos presenciado. Y yo me
compadecería. De ustedes y del frío. De vuestra soledad y del vacío. Pero por
dentro, bajito, que si no, no podría oír el silbido del viento. Ese que viene
cargado con nostalgia y besos. Que acoge a quienes hemos sentido la nada en
nuestro interior. A aquellos a los que el frío no nos mató, nos ensalzó. Nos
llevó a la miseria más ínfima, nos tocó el espíritu y nos hizo comprender. Y es
que hay días que aún encuentro un recóndito en mí que anhela sentir calor, que duele
y no miente. Creo que siempre quedarán. Es imposible desprenderse de algo tan
íntimamente ligado a uno mismo. Algo, que al fin y al cabo, forma parte de
nuestra más pura esencia. De nuestra insólita y ansiada verdad.
Silencio.
Oscuridad.
Frío.
Y plenitud.